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lunes, 14 de marzo de 2011



Y duele. Aunque no hagas nada. Duele. Y a medida que pasa el tiempo, te quiero más, si es que se puede. Y cuanto más te quiero, más me duele. Y es que duele mirarte y no tenerte. Imaginarte conmigo, sólo imaginarte. Y duele cambiar mis ganas de abrazarte por un “hola, ¿qué tal todo?”; duele tener que conformarme con un: “no me puedo quejar, ¿y a ti?”. Y te contesto que a mi todo me va bien, miento. Yo si que me puedo quejar, tengo lo más importante de mi vida delante y no puedo decirle lo mucho que le quiero. Y ya me voy acostumbrando a vivir así. Hace casi nueve meses que comparto mi vida con la impotencia. He aprendido a conformarme con eso de “se mira pero no se toca”. Y mi toalla ha rozado muchas veces la tierra. Pero tú me hiciste recogerla. Y por tu culpa la volví a tirar. Se agacharon mis ganas de tenerte para recogerla y limpiarle el polvo, pero las detuve: “No. Puedo seguir sin ella. Si la recojo volverá a caer, y me tendré que agachar de nuevo. Y habrá un día en el que se me pasará por la mente la posibilidad de quedarme ahí sentada. De dejar que la vida me adelante. Ya no quiero servir de perchero de esta toalla. No la recojáis. Le olvidaré.” Pero con el paso del tiempo, aprendí el mayor de los errores que cometí: Intentar sacarme de la cabeza lo que no sale del corazón. Porque dejé que la vida me adelantase, y no agarré su mano cuando intentaba levantarme. Le dije que se marchase. ¿Sabéis quién era mi vida? Mi vida era él. Y por gracia o desgracia, lo sigue siendo.

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